Neurobiología de la Autocompasión

Introducción

Paul Gilbert [2, 3], profesor de la Universidad de Derby y creador de la Terapia Centrada en la Compasión, es uno de los investigadores que mayores aportaciones ha realizado al campo de la compasión. En su obra más conocida, “The Compassionate Mind”, describe tres sistemas de regulación emocional que se encuentran desequilibrados en los seres humanos de la sociedad actual. Estos sistemas emocionales son (a) el sistema de amenaza y defensa –cuya función es mantenernos alertas ante potenciales amenazas para la seguridad y la vida-; (b) el sistema de búsqueda de incentivos y recursos –que nos impulsa a la búsqueda de recursos, explorar el entorno y encontrar nuevas fuentes de estimulación-; y (c) el sistema de calma y satisfacción –implicado en el establecimiento de lazos sociales y vínculos de apego paterno-filiales.

En esencia, los dos primeros sistemas mantienen sobreactivado el sistema nervioso simpático –es como si estuviésemos pulsando todo el tiempo el acelerador de nuestro organismo, con las consecuencias negativas que ello tiene para la salud-. Por su parte, el tercer sistema propuesto activa al sistema nervioso parasimpático –nuestro freno neurofisiológico-, compensando los abusos de los anteriores y equilibrando la expresión de los tres [8]. No obstante, en este artículo vamos a centrarnos en los sistemas de defensa y calma, tal como han sido descritos por Stephen Porges. Esto nos servirá para establecer una base teórica sobre la que comprender el mecanismo de acción de la compasión.

Neurocepción y compasión

El sistema nervioso evalúa constantemente si el entorno en el que nos encontramos representa o no una amenaza, lo que se lleva a cabo mediante el procesamiento de la información del mundo externo obtenida por los órganos sensoriales. El término neurocepción [6] hace referencia al proceso por el que los circuitos neurales distinguen si una persona o situación es segura o, por el contrario, representa un peligro para nosotros. Esto tiene lugar en las estructuras más antiguas del cerebro, por lo que sucede a nivel inconsciente. Así, incluso si no somos conscientes del peligro, a nivel neurofisiológico nuestro organismo podría haber iniciado ya una secuencia de procesos neurales que facilitarían conductas defensivas adaptativas como luchar, huir o inmovilizarnos.

Conductas prosociales

Las conductas prosociales –por ejemplo, acercarnos a un desconocido e interactuar con él- no tendrán lugar si nuestra neurocepción lee de manera incorrecta las señales contextuales, lo que llevaría a la activación de estados fisiológicos subyacentes a las estrategias de supervivencia. Para establecer relaciones interpersonales, es necesario contener estas reacciones defensivas, de tal manera que sea posible iniciar actividades sociales y conectar con otros, estableciendo así vínculos duraderos. Es decir, los seres humanos contamos con sistemas adaptativos neurocomportamentales tanto para las estrategias defensivas como sociales. Para que sea posible alternar ambas estrategias de manera flexible y adecuada, el sistema nervioso debe evaluar el riesgo del contexto y, si éste parece seguro, inhibir las reacciones primitivas de lucha, huida o inmovilidad. Desde un punto de vista clínico, podría considerarse que tanto la incapacidad para inhibir los sistemas de defensa en ambientes seguros, como la imposibilidad de activarlos en situaciones de riesgo –o ambas-, son indicios de psicopatología. Por lo tanto, una neurocepción imprecisa de seguridad o peligro puede llevar a que se active una reacción fisiológica desadaptativa y, por tanto, a la expresión de comportamientos inadecuados.

Seguridad

Cuando el sistema nervioso detecta seguridad, las demandas metabólicas se modifican. Las reacciones de estrés asociadas a la lucha o huida –como incrementos del ritmo cardíaco y los niveles de cortisol, mediados por el sistema nervioso simpático y el eje hipotalámico-hipofisario-adrenal– se encuentran disminuidas. Igualmente, una neurocepción de seguridad impide la entrada en estados fisiológicos caracterizados por una caída dramática de la presión sanguínea y la tasa cardíaca, desmayo y apnea –estados que se relacionarían con comportamientos de inmovilidad y bloqueo. Gracias a las técnicas de neuroimagen sabemos que existen áreas en el cerebro dedicadas a la detección y evaluación de características no verbales de la persona con la que interactuamos [8].

Cuando la neurocepción es de seguridad, un circuito neural inhibe las áreas cerebrales relacionadas con las estrategias defensivas. Así, la aparición de un amigo o un cuidador dará lugar a la contención de los circuitos neurales que regulan las estrategias defensivas. Como consecuencia, comportamientos sociales como la proximidad o el contacto físico se hacen posibles. En contraste, cuando la situación parece arriesgada, los circuitos cerebrales que regulan las estrategias de defensa se activan, provocando comportamientos agresivos o de retirada. 

Inmovilidad sin miedo, la base de los vínculos de apego

Dentro de nuestro repertorio conductual, la inmovilización es el mecanismo de supervivencia más antiguo. La inhibición de los movimientos ralentiza el metabolismo y aumenta el dolor que podemos soportar. No obstante, en nuestra especie –al igual que en otros mamíferos-, la inmovilidad también se lleva a cabo durante actividades sociales como restringir los movimientos para amamantar a un bebé o recibir un abrazo.

A lo largo de la evolución, los circuitos neurales dedicados a la inmovilización se han visto modificados para servir a las necesidades sociales íntimas. Además, estas estructuras cerebrales aumentaron el número de receptores de un neuropéptido denominado oxitocina (relacionada con conductas de apego y el establecimiento de vínculos sociales). De este modo, cuando sentimos que el ambiente es seguro, la oxitocina nos permite disfrutar de un abrazo sin sentir miedo por la inmovilización y la proximidad de otra persona [8].

Circuitos neurológicos de las estrategias de supervivencia

Las tres principales estrategias defensivas están sustentadas por diversos circuitos neurales que implican al sistema nervioso autónomo. De esta forma, la inmovilidad (fingimiento de la muerte y bloqueo conductual) depende de la rama más antigua y no mielinizada del nervio vago, perteneciente al sistema nervioso parasimpático. Por su parte, las estrategias de movilización (lucha o huida) son dependientes del funcionamiento del sistema nervioso simpático, que se asocia al incremento de la respuesta cardíaca y la actividad metabólica.

La Teoría Polivagal, basándose en datos neuroanatómicos y neurofisiológicos, propone la existencia de una tercera sección del sistema nervioso autónomo, el “sistema nervioso social” [5], implicado en la comunicación e interacción social (expresión facial, vocalización, escucha, petición de socorro, etc.). Su funcionamiento se encuentra regulado por la acción del vago mielinizado –se trata pues de una subdivisión del sistema nervioso parasimpático-. Esta porción del vago inhibe la influencia simpática sobre el corazón, promoviendo estados de calma y seguridad. 

La compasión, un medio para activar el sistema nervioso social

En este punto de nuestra argumentación, conviene que recopilemos lo siguiente:

  • Existe un circuito neural implicado en la inmovilización conductual. Éste, a su vez, se ha dividido a lo largo de la evolución en dos ramas, una antigua (no mielinizada) y otra moderna (mielinizada).
  • Las estrategias relacionadas con la inmovilización ralentizan el metabolismo y reducen el ritmo cardíaco mediante la inhibición simpática.
  • En función del análisis de la amenaza o seguridad (neurocepción) presente en un contexto, se activan o inhiben las estrategias defensivas.
  • Cuando la situación es segura, el sistema nervioso social permanece activo, manteniéndonos en calma. El ritmo cardíaco será bajo y se liberará oxitocina para posibilitar las conductas prosociales.

Afortunadamente, el sistema nervioso social (o sistema de calma y seguridad) puede activarse intencionalmente. Por ejemplo, mediante un tono de voz cálido y una expresión facial amable –ya hemos visto que el vago mielinizado regula precisamente estos aspectos-, o a través del tacto -algo que puede comprobar el lector si, por ejemplo, cierra los ojos y lleva una mano al corazón, concentrándose en las sensaciones de presión y calidez que ejerce el contacto de la mano con el pecho-.

Adicionalmente, el sistema nervioso social puede ponerse en funcionamiento mediante la representación simbólica (imaginación) de seres queridos, la evocación de sentimientos de afecto, o el uso de palabras amables y cariñosas. Estas acciones son precisamente las que llevamos a cabo durante los ejercicios de autocompasión [1, 4]. Es decir, cuando practicamos la autocompasión, fomentamos la liberación de oxitocina e inhibimos la acción que el sistema nervioso simpático ejerce sobre el corazón, posibilitando estados de calma y el establecimiento de vínculos sociales profundos. En otro artículo continuaremos revisando las bases neurobiológicas de la compasión, como por ejemplo resultados con neuroimagen y diferencias cerebrales respecto a la empatía. 

Referencias bibliográfica

  1. Germer, C. K. (2009). The mindful path to self-compassion: Freeing yourself from destructive thoughts and emotions. New York: Guilford Press.
  2. Gilbert, P. (2009). Introducing compassion-focused therapy. Advances in psychiatric treatment, 15(3), 199-208.
  3. Gilbert, P. (2010). The compassionate mind: A new approach to life’s challenges. Oakland: New Harbinger.
  4. Neff, K. (2012). Sé amable contigo mismo. El arte de la compasión hacia uno mismo. Barcelona: Oniro.
  5. Porges, S. W. (2001). The polyvagal theory: phylogenetic substrates of a social nervous system. International Journal of Psychophysiology, 42(2), 123-146.
  6. Porges, S. W. (2004). Neuroception: A Subconscious System for Detecting Threats and Safety. Zero to Three (J), 24(5), 19-24.
  7. Porges, S. W. (2011). The Polivagal Theory. New York: Norton.
  8. Simón, V. (2015). La compasión, el corazón del mindfulness. Barcelona: Sello.

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